Bob Schalkwijk

por Elena Poniatowska

publicado en México IndioInverMéxico, CDMX. 1993.

Bob en la Cascada de Basaséachi, 1963.

Bob en la Cascada de Basaséachi, 1963.

 
Bob Schalkwijk, holandés, también cayó bajo la seducción de los indios de Chihuahua e hizo un bello libro: Tarahumara. Los captó en la leyenda del perro cazador, en la carrera del gavilán y la codorniz, del torbellino, del coyote, el bacánahua y el ratón que se transformó en murciélago y salió a volar en la noche. Los vio aventurar al aire su pelota de madera y sonreír al cielo.

Entre 1965 y 1975 viajó a la Sierra Madre Occidental y vivió al aire libre e las cumbres nevadas y en las inmensas barrancas de Chihuahua: Urique, del Cobre y de la Sinforosa. Papigochi, Santo Tomás, Matachic, Narárachi, Tehuerichi, Choguita, Huahuachérare son lugares que él conoce bien, así como Creel, la ranchería de Samachiqui, Guachochi y el antiguo Carichi.

Experiencia asombrosa, como él mismo la calificó, cuando llegó a las dos de la mañana a Tehuerichi; tocaban los tambores para la fiesta de Semana Santa, el viento traía el tun-tun-tun-tun y se lo llevaba, respondían las montañas, de repente se oía más cerca luego parecía salir de otra barranca honda con una fuerza increíble, como si la tierra hablara.

Cuando Bob y Nina después de varias lecturas de Lumholtz emprendieron su viaje a la Tarahumara no había carretera sino una brecha en la que su vehículo de doble tracción iba a diez o quince kilómetros por hora. Acamparon enrollados en un sarape y durmieron repegados a la pared de la iglesia para atajar el frío que calaba hasta los huesos. Ahí, Bob y Nina, durante más de un mes, presenciaron bautizos y bodas y acompañaron a los pastorcitos a llevar chivas y borregos a pastar. Al igual que los tarahumaras, Bob se tiró a dormir sobre una manta en la noche y observó su culto a Dios, a quien se ofrenda el sacrificio de chivos blancos, borreguitos y gallos. Atestiguó el culto a peyote (jikuri) traes el cual anduvo Antonin Artaud y fotografió las danzas tarahumaras. Las vio como un rito sagrado y misteriosos, ya que los tarahumaras no danzan para entretenerse sino para que “el mundo no se acabe”.

“Caminamos toda la noche con un guía; llegamos a las dos de la mañana a una iglesita del siglo XVII con un atrio adelante y a unos veinte metros otra casa: la escuela. No había luz. Dormimos junto al muro del atrio. A la mañana siguiente, después de haber tenido mucho frío toda la noche, vimos que un poco de humo salía de una casita; era la del profesor tarahumara que hablaba español. Al otro día , a las once de la mañana se iniciaron los bailes de Navidad. El profesor actuó como intérprete para presentarme con el supremo poder y entre ellos hablaron tarahumara par que el gobernador por supremo poder me diera permiso de tomar fotografías. Las tomé con gran emoción y a los tres días el gobernador me llamó:

Narárachi, Diciembre 1973.

Narárachi, Diciembre 1973.

- Vente por acá.


“En un español excelente me preguntó:

 

- ¿No habrás tomado ya bastantes fotos?

-  Sí, señor gobernador, he tomado muchas fotos.

-  Bueno, entonces ya tienes bastantes.

-  Me gusta mucho tomar fotos, señor gobernador, y es muy interesante lo que aquí sucede.

-  Bueno, pues ya deja de tomar fotos.

-  ¿Puedo quedarme otro día para ser parte de la fiesta?

-  Sí, sí, eso no es problema.

 

“Nos quedamos y luego ya al día siguiente salimos caminando. El gobernador hablaba perfectamente español y nos estaba observando. Si no le hubiera gustado la manera en que tomamos las fotografías hubiera dicho a los diez minutos:

-Oye, allí esta el camino.
“Los tarahumaras son gente muy fuerte. Simplemente si creen que tú tomas ventaja te dicen:
- No nos conviene que estés aquí.

Yo los comprendo. Los indígenas aguantan nuestra curiosidad, el que hurguemos en sus cosas, pero realmente ¿qué les damos a cambio que pueda interesarles? ¿Me explico? Yo no bailo, no canto, no toco el tambor, no puedo hacer nada de lo que ellos hacen. Tampoco puedo llevar en el yip comida para alimentarlos a todos. Por lo tanto, sólo vengo a aprovecharme de ellos, a quitarles lo que tienen a examinarlos, a estorbarles. Mi libro se publicó veinte años después del primer viaje. Llevé unas fotografías a Creel que entregué a los jesuitas y comentaron entre ellos: ‘¡Ah, éste es Pedro, éste es Juan!’, pero ya no era lo mismo ni era la misma gente.

“Las mujeres tarahumaras normalmente tiene diez o doce hijos de los cuales sobreviven unos cuantos; a veces se mueren hasta diez, pero nosotros los soberbios, los modernos, los disque civilizados, los ‘súper inteligentes’, no les hemos dado la posibilidad de vivir mejor - añade Bob Schalkwijk. Aunque yo no estoy tampoco muy seguro de que nosotros hayamos encontrado la clave de la felicidad y de que el nuestro sea el ideal de vida. He reflexionado varias veces en lo que yo viví con los tarahumaras y he llegado a la conclusión de que el la ciudad llevamos una vida bastante superficial, corremos aquí y allá, nos sentimos obligados a hacer ciertas cosas y se nos enreda la vida de tal manera que ya no hay tiempo de pensar. De las fotos que he tomado a lo largo de mi vida, las que más me satisfacen, de plano, son las de la Tarahumara, quizás porqué allá viví en otra dimensión. Nunca pensé en medias horas, en compromisos de agenda, tengo que ver a una persona en media hora, si no que la pregunta acerca de la hora se diluyó en el tiempo. Al llegar me tomó tres días adaptarme a este nuevo rimo, mejor dicho, a ese no ritmo y me repetía: calma, calma Schalkwijk, para no desesperarme; constantemente estaba perdiendo el tiempo, cuando en realidad lo estaba recuperando, y le decía a Nina: ‘No estoy haciendo nada’. Hasta que me tranquilicé y empecé a acoplarme.

Recuerdo que en una ocasión me avisaron:

-  Va a haber un bautizo.

-  ¿A qué hora?


“¡Que absurda mi pregunta! ¡Que importa! A las diez, once, doce ¡qué diablos importa! Tenía yo que estar con la cámara lista y de repente pasaba una cosa bellísima y la tomaba. Me sentía agradecido. Me acostumbré muy pronto a su no medición del tiempo y para mí fue un inmenso descanso.

A los catorce años, en Holanda, Bob Schalkwijk empezó a tomar fotos a sus maestros en la escuela preparatoria. En el puerto de Rotterdam inició su adiestramiento como experto para cargar buques. Tanques, lanchones, barcos de carga. La carga no tenía secretos para Bob hasta que salió a Houston, Texas a un curso de ingeniería petrolera y así lo hizo aunque ya en Stanford no estuvo tan seguro de su vocación. No era lo que él buscaba en la vida. Así, decidió dedicarse a la fotografía, la de publicidad, la de niños, la de jóvenes arquitectos. Viajó a Canadá y luego a México con un amigo. Aquí a los primeros que descubrió fue a los otomís: llevó sus cámaras, tomó fotografías y le fascinó. Lejos de todos y de todo, fumó Faros y Carmencitas, tomó su primer pulque, que le pareció realmente asqueroso luego de que alguien le reveló el secreto de la “muñequita” para fermentarlo. Se dio cuenta de que los indios nunca dan las gracias, ni hay por qué darlas, porque todo se comparte: el taquito, el aguardiente, la cerveza, el posol y el atol de pinol. Decidió quedarse entre nosotros, quizá por la sencillez de la gente, por la carrera que es la esencia de los tarahumaras, sus brazos en el aire, su cabellera-crin al viento.